David Consuegra: ornamento sin delito
En Ornamento y delito, la famosa diatriba de Adolph Loos, el arquitecto vienés hace un llamado radical:
“El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento, como signo de superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato, en los ornamentos modernos, lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que viva en nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento.”
Loos dirige su prédica “al aristócrata” y exime de su batalla contra el ornamento a los “inferiores”, entre ellos a su zapatero:
“Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por pintas y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y no le ha sido pagado. Voy al zapatero y le digo: «Usted pide por un par de zapatos 30 coronas. Yo le pagaré 40». Con esto he elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su honradez. En sueños ya ve los zapatos terminados delante suyo. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantas pintas y agujeros como los que sólo aparecen en los zapatos más elegantes. Entonces le digo: «Pero impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos». Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más espirituales al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la alegría.”
En su manifiesto de 1908, con cierta dosis de paternalismo, el vanguardismo de Loos, dejaba abiertas dos vías: por un lado, un camino “aristocrático”, escéptico, iconoclasta, capaz de desligarse del trazo heráldico del pasado, un pensamiento que privilegia el rigor de lo práctico y el valor de uso a los meandros de la tradición; y por otro lado, un camino artesanal, sagrado, cultural, introspectivo, donde la pulsión por ornamentar es un instante de deleite, una forma arcaica de felicidad. Basta ver el compendio de trabajos de David Consuegra, recogidos en este libro, para encontrar en ellos esas dos vías abiertas y, lejos de un modismo excluyente o de un solipcismo autocomplaciente, ver su ejercicio de diseño como el producto de una continua oscilación entre el rigor y la sensualidad, el orden y la libertad.
Al finalizar sus estudios de maestría en Estados Unidos, Consuegra regresa al país en 1963. Es posible imaginar al diseñador ante este tablero de batalla: el paisaje propio de un país “hidalgo” poblado de águilas, gorros frigios y gárgolas en colores sobrios o combinaciones desabridas y patrioteras; anuncios, afiches y catálogos hechos con una tipografía ajada, marcos insípidos y conjugaciones descuidadas; pero también, por todas partes, la asimilación mimética y entusiasta del “estilo internacional”: economía de formas, énfasis en la geometría y la simplificación de lo figurativo.
La manera en que Consuegra navegó este mar de fuerzas contrarias está latente en uno de sus primeros trabajos de “marca”: la imagen del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Primero, el logo, la identidad visual: una conjunción de cuatro triángulos o de dos letras capitales que le permite al ojo trazar y retrazar la figura —y a cualquier mano repetirla—, un pictograma “sin ornamentos”, sencillo, práctico y discreto, un ejercicio de concreción en la escritura que da la impresión de siempre haber estado ahí. Después, el conjunto de impresos que diseñó para el museo: anuncios, afiches y catálogos, donde la imagen estaba compuesta por variaciones gráficas en las que el diseñador usaba el trazo de la marca del museo para repetirlo con exuberancia, soltura y vigor; pero además, para anunciar las exposiciones de arte, hizo una serie de afiches con imágenes paralelas donde se atrevía a dibujar variaciones de los estilos de los artistas, de sus “marcas”. Consuegra reemplazaba el uso tradicional de las fotos la reproducción directa de las obras por una serie de “ornamentos” en los que le daba, a mano, una “voz gráfica” y tipográfica a lo que se iba a exponer, un servicio de traducción que destilaba lo esencial de la obra para crear una suerte de poesía visual, una labor jovial cercana a la voz italiana disegno, dibujo; o designio; o signare, signado o «lo por venir», el porvenir que traduce el dibujo.
Esta labor creativa de Consuegra contaminaba por extensión a la imagen del museo, que lejos de mostrarse como cajón ampuloso para la exhibición decorativa y rutinaria del glamour, o como una franquicia seudocosmopolita, mostraba a esa incipiente institución como el lugar por excelencia para la interpretación de las obras, un sitio capaz de leer y releer sus contenidos acorde al ánimo y subjetividad de cada intérprete, incluido el joven diseñador al que su directora, Marta Traba, le había dado carta blanca para que pusiera en práctica su talento (y lo firmara como obra). Los diseños hechos por Consuegra para el Museo de Arte Moderno indicaban que las exposiciones comenzaban antes de la inauguración, en sus impresos, y una vez terminadas quedaba un eco gráfico de ellas, unos corchetes de diseño que eran un buen augurio para determinar y medir el valor de la experiencia propuesta por el curador (en su modus operandi esta feliz conjunción evoca, por ejemplo, los créditos hechos por Saul Bass para las películas de Alfred Hitchcock).
La alternancia entre arte y diseño, entre pensamiento y expresión, lograda por Consuegra es un caso que raras veces se da, una epifanía que en el museo apenas duró unos cuantos años. Al irse Consuegra y cambiar la curaduría, esa institución perdió la atención por el detalle, cortó con el ritmo de su propia historia. Hoy en día la marca del Museo de Arte Moderno de Bogotá ha ganado en peso lo que ha perdido en calidad y confía su iconografía al son publicista que lo hace llamarse “MamBo”; la de ahora es una institución incapaz de retomar el ejercicio creado por Traba y Consuegra en su mutua complicidad.
Consuegra mantuvo la libre oscilación de su inteligencia, podía pasar de hacer un necesario libro de marcas a un libro infantil porque sí, de inventar revistas donde él mismo ejercía como maquetista, editor y mecenas a participar activamente en la docencia y en la creación de programas universitarios, de diseñar un logo para una industria modesta a dar una conferencia ante un auditorio global; un juego que siempre jugó en serio, como juegan los niños, y que gracias a su dedicación virtuosa impidió que su trabajo se convirtiera en una práctica monótona de odiosa adultez y solemnidad. En su libro El mundo de los colores, dedicado a su hijo Nicolás, a partir de los cuatro colores que son el origen de todas las gamas de la policromía, le dedica a cada uno un trazo y un texto breve; comienza por el amarillo, luego el cian y el magenta, y termina, como todo en la vida, con un manchón negro fuerte y vital al que dedica las siguientes palabras:
“Yo soy negro, como la noche,
callado y quieto.
Y yo soy blanco, inquieto,
como es el día.
Si no sabía,
yo soy el lápiz, también la tinta.
Y yo, la hoja donde tú pintas
Yo la pizarra y el gran tablero
Y yo, la tiza.
Píntanos grandes, bastante grandes,
si así lo quieres:
o si lo prefieres, bien pequeñitos;
pues solo debes en tus grafismos
tener en cuenta cómo nos pintas.”
Consuegra usa el libro “infantil” para hacer una referencia directa a la naturaleza conceptual de la impresión, un diseño sobre la economía del diseño mismo, un universo visual “aristocrático” como lo quería Loos, pero matizado por una voluntad expresiva que no se cohíbe ante el dogma de la racionalidad, y al contrario, aprovecha ese espacio —que otros habrían dejado vacío— como una zona de contingencia libre para la oportunidad. Es por eso que Consuegra puede ser muchas personas, un “matemático de la estética” para algunos o un “postmoderno” que respeta el ornamento para otros; pero para este artista el problema jamás fue tener o no tener un estilo, ser un maestro del concepto o ser “bruto como un pintor”. Su desafío estaba en tener el más variado dominio del estilo, un talento que tienen pocos y que en un diseñador gráfico, que está entre el protagonismo y el anonimato, entre la comunicación y la poesía visual, puede ser la mayor virtud.
Esta, la primera publicación en extenso sobre la obra de David Consuegra demuestra lo polivalente que logró ser su práctica. A través de los análisis de los investigadores implicados en este libro, es posible ver, en textos como el de Álvaro Medina o Patricia Córdoba, que lo que podríamos entender por identidad visual (ese sello distintivo que algunos llaman logo, logotipo, símbolo, logosímbolo, marca, o cualquier otro sinónimo que derive de la jerga del diseño gráfico), es una entidad compleja en la que Consuegra mezcla lo legible/escrito (logos) con lo pictográfico y simbólico. De manera que rotular los trabajos de identidad visual de Consuegra no es tarea sencilla, pues en ellos se conjugan distintas estrategias visuales y escritas para sintetizar en una imagen, el nombre, función e idiosincrasia de una empresa. En esto Consuegra tomará decisiones, claro está, y hará posible que veamos tanto la abstracción de una figura suficientemente legible (una cara) como la deconstrucción de las letras que componen la sigla o nombre de la identidad para la cual está trabajando.
Con los análisis de Camilo Umaña y Octavio Mercado, es posible ver distintos parangones con trabajos contemporáneos a Consuegra. Los ejemplos citados por Umaña cumplen una doble función: sirven, como ya lo he dicho, para ejemplificar la apertura del diseño gráfico en Colombia hacia postulados más globales así como para recordar que la práctica del diseño gráfico tiene profundos antecedentes en las propuestas generadas por el surrealismo, el dadá, el constructivismo o incluso el cubismo. De nuevo la formación artística de Consuegra le premitió cruzar los límites entre la interpretación y la proposición.
La ilustración y la tipografía fueron intereses constantes en Consuegra y visibles desde su etapa académica. Desde las “planchas” o “artes” que Consuegra realizó en Boston y en New Haven, el dibujar una letra para un cartel o una ilustración, implicaba entender su forma y estructura. Sin el recurso de las imágenes de stock, o decenas de fuentes tipográficas listas para usar, Consuegra desarrolló una sensibilidad particular hacia la tipografía y la imagen. Fue capaz de ilustrar sus propios libros así como en momentos, comisionar a otros para que ilustraran sus ideas. En el análisis de Josep M. Pujol sobre las publicaciones realizadas por Consuegra, se ejemplifica su versatilidad al hacer y delegar.